Italo Calvino cierra Las ciudades invisibles (1983) con un último diálogo entre el Gran Kan y Marco Polo, en el que el emperador de los tártaros muestra su preocupación por la posibilidad de que los vientos que empujan hacia las tierras visitadas con el pensamiento pero todavía no descubiertas acaben arrastrando como último fondeadero a la ciudad infernal. La respuesta del viajero veneciano está cargada de sabiduría:
«El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos; buscar, y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio».
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