Tengo veintiocho años y llego a Rennes con tres palabras de francés por todo equipaje: Jean, Paul y Sartre.
También llevo mi cartilla militar, cincuenta Deutsche Marks, un boli y una gran bolsa de deporte desgastada, color verde aceituna, de marca yugoslava.
Su contenido es escaso: un manuscrito, algunos calcetines, un jabón deforme (parece una rana muerta), una foto de Emily Dickinson, una camisa y media (para mí, una camisa de manga corta sólo cuenta como media camisa), un rosario, dos postales de Zagreb (sin usar) y un cepillo de dientes.
Estamos a finales del verano de 1992, pero voy vestido como para una expedición polar: dos chaquetas pasadas de moda, una bufanda larga, y en los pies las botas de ante, dadas de sí, tras sufrir diez mil mordiscos de la lluvia y el viento.
Soy un caballero ligero, un viajero de rostro marcado por un frío metafísico, el último grado de la soledad, del cansancio y de la tristeza.
Sin emociones, sin miedo ni vergüenza.
Murmuro una queja estúpida e infantil, a sabiendas de que las palabras no pueden borrar nada, de que mi lengua ya no significa nada, de que estoy lejos, y de que ese lejos se ha convertido en mi patria y mi destino. Cómo aprobar su exilio en treinta y cinco lecciones.
Así se subtitula esta extraordinaria novela autobiográfica que destila humor, ternura y también una ironía y una amargura feroces.
Escrita con una crudeza inmisericorde, Colic nos hace pensar a cada momento en nuestros privilegios como habitantes del Primer Mundo.
Y él, el exiliado de una guerra cercana, de un país hermoso pero en ruinas, que podría escupirnos a la cara nuestra desidia respecto a aquella guerra, comparte sin embargo con nosotros, sus lectores, la pasión por un mundo hecho también de belleza.
Late en cada página una pregunta: ¿dónde está el Paraíso que un día se nos prometió?
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